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domingo, octubre 07, 2018

El heliotropo de Beceite

En la villa de Beceite, que siempre ha sido abundante en gentes extraordinarias, hubo, no hace todavía mucho tiempo, un pintor llamado Calandrio, hombre simplón y de extrañas costumbres, como bañarse en el Matarraña en pleno mes de noviembre, que la mayor parte del tiempo trataba con otros dos pintores, llamados Bruno y Bufalmacho, hombres muy bromistas pero por otra parte avispados y sagaces, que se ajuntaban con Calandrio porque de sus maneras y de su simpleza con frecuencia sacaban algunas risas, llamadas carcañades en Beit Zeyd

Había también en Valderrobres entonces un joven de maravillosa gracia y afortunado en todas las cosas que se proponía, hábil, llamado Tomás del Picapedré, que oyendo algunas cosas sobre la simpleza de Calandrio, se propuso divertirse haciéndole alguna burla o haciéndole creer alguna cosa extraordinaria. Encontrándolo por casualidad un día en la iglesia de San Bartolomé y viéndolo atento mirando las pinturas y los bajorrelieves del tabernáculo o altar mayor de la iglesia, puesto allí unos meses antes, pensó que había encontrado el lugar y el tiempo acorde a su intención.

tabernáculo o altar mayor de la iglesia, Beceite, San Bartolomé


Informando a un compañero suyo de lo que quería hacer, se acercaron juntos a donde Calandrio estaba sentado solo, y haciendo ver que no lo veían, comenzaron a razonar sobre las virtudes de diversas piedras, de las que Tomás hablaba con tanta autoridad como si hubiera sido un famoso y gran marmolista, escultor o picapedrero. A esta conversación pegó el oído Calandrio y después de un rato, poniéndose en pie, viendo que no era ningún secreto, se acercó a ellos, justo lo que pretendía Tomás; siguiendo con su verborrea, fue preguntado por Calandrio “dónde se encuentran estas piedras tan llenas de virtud”. 


Tomás contestó que la mayoría se encontraban en Bot, en tierra de catalanes, en una comarca que se llamaba Tierra Alta en la que las vides de ojo
de liebre se atan con longanizas y se obtiene una oca por un real y un pato de regalo, y hay allí una montaña llenita de arroz caldoso de galeras en lo alto en la que hay gentes que no hacen nada más que asar calçots, preparar salsa romesco y cocer escudella de caldo de capones, y luego lo aventan desde allí abajo, y quien más recoge más come; y allí al lado corre un arroyuelo de vino de garnacha negra como lágrimas de otoño del mejor que puede beberse, sin una gota de agua mezclada.
-¡Oh! -dijo Calandrio-, ése es un buen país; pero dime, ¿qué hacen de los capones que cuecen?

Contestó Tomás:

- Todos se los comen los catalanes. Va gente desde Prat de Compte, Batea, Gandesa, Pinell de Brai, La Fatarella, Caseres, Corbera d'Ebre, Horta de Sant Joan, Arnes, e incluso desde Paüls, cuyos habitantes abren antes la boca que los ojos.

Dijo entonces Calandrio:

- ¿Has ido allí alguna vez?

- ¿Dices que si he estado? ¡Sí, igual he estado una vez como mil!

- ¿Y cuántos kilómetros cuadrados tiene?

- Tiene más de un millón palmo arriba palmo abajo.

- Pues debe ser más allá de los Puertos.

- Exacto, -dijo Tomás-, cerca de la Fontcalda, fuente caliente, junto a la sierra de Pándols y de Caballos.


El tontico de Calandrio, viendo a Tomás decir estas palabras con una cara seria y sin reírse, les daba la fe que puede darse a la verdad más manifiesta, y por ciertas las tenía; y dijo:

- Demasiado lejos está de mis asuntos; pero si más cerca estuviese, sí te digo que iría una vez allí contigo para ver bajar esos calçots y comer escudella de capones hasta empacharme.

Pero dime; ¿en esta comarca del Matarraña no se encuentra ninguna de esas piedras maravillosas?

A lo que Tomás contestó:

- Si, se encuentran dos clases de piedras de grandísima virtud. Una son los pedruscos de Monserrate de Fórnoles, de los que se hacen muelas para moler la harina o las olivas empeltre, y por ello se dice en los países de más allá que de Dios vienen las gracias y de Fórnoles las piedras de molino; pero hay tan gran cantidad de estas piedras de amolar, que entre nosotros son poco apreciadas, como las esmeraldas entre los de Puigventós de la Figuereta, de las que hay allí una montaña casi tan alta como Montecaro, que relucen a medianoche como la aurora boreal. Quien puliera las muelas de molino y las hiciera engastar en anillos antes de que se las agujerease, y se las llevase al Molt Honorable, tendría lo que quisiera.



Monserrate de Fórnoles,
Monserrate de Fórnoles 


La otra es una piedra que nosotros los marmolistas llamamos
heliotropo, piedra de mucha mayor virtud, porque quien la lleva encima no puede ser visto por otra persona esté donde esté.
Entonces Calandrio dijo:

- Grandes virtudes son éstas; ¿pero esa segunda dónde se encuentra?

Tomás contestó que en los Comellassos se podía encontrar.

Dijo Calandrio:

- ¿De qué tamaño es esa piedra y qué color tiene?


Contestó Tomás:

- Es de varios tamaños, alguna es mayor, otra menor, pero todas son de color oscuro, casi negro.

Calandrio, habiendo advertido todas estas cosas, fingiendo tener otra cosa que hacer, se separó de Tomás y su colega, y se propuso buscar esta piedra; pero decidió no hacerlo sin que lo supiesen Bruno y Bufalmacho, a quienes quería mucho.

Se fue, pues, en su busca, para que sin dilación y antes que nadie más fueran a buscarlas, y todo el resto de aquella mañana lo pasó buscándolos. Al final, pasadas las tres de la tarde, acordándose de que trabajaban en una fábrica cerca de la tosquera, aunque el calor agrietaba las rocas, dejando cualquier otra ocupación, casi corriendo se fue donde ellos, y llamándoles les dijo:


- Compañeros, si queréis creerme podemos convertirnos en los hombres más ricos del Matarraña, porque le he oído a un hombre digno de fe que en los Comellassos hay una piedra que quien la lleva encima no es visto por nadie; por lo que me parece que sin tardar, antes que otra persona pueda ir, vayamos a buscarla.

Seguro que la encontraremos, porque sé cómo es; y cuando la hayamos encontrado, ¿qué tendremos que hacer mas que meterla en el morral e ir a las mesas de los cambistas en Valdarrores, que sabéis que están siempre cargadas de monedas de plata y bronce, y coger cuantas queramos? Nadie nos verá: y así podremos enriquecernos rápidamente sin tener que embadurnar los muros todo el santo día, como hacen los caracoles por ahí abajo sobre el azud.


Bruno y Bufalmacho, al oírle, empezaron a reírse por dentro; y mirándose el uno al otro pusieron cara de maravillarse mucho y alabaron la idea de Calandrio; pero preguntó Bufalmacho qué nombre tenía esta piedra. A Calandrio, que era de mollera dura, ya se le había ido el nombre de la cabeza; por lo que respondió:

- ¿Qué nos importa el nombre, puesto que sabemos la virtud? Yo diría que fuésemos a buscarla sin más tardanza.


- Pero bien -dijo Bruno-, ¿cómo es?


Calandrio dijo:

- Las hay de distintas formas, pero todas son casi negras como el azabache; por lo que me parece que debemos coger todas aquellas que veamos oscuras, hasta que lleguemos a ella; así que no perdamos tiempo, vamos.

Bruno dijo: - Para el carro. -


Y vuelto a Bufalmacho dijo:

- A mí me parece que Calandrio dice bien; pero no me parece que sea hora de ir porque el sol está alto y da de pleno en los Comellassos y habrá secado todas las piedras; por lo que algunas de ellas parecen ahora blancas, y en cambio, por la mañana, antes de que el sol las haya secado, parecen negras; y además, mucha gente hay hoy, porque es día laborable, en las fincas que van a Les Escales, que, al vernos, podrían adivinar lo que estamos haciendo y tal vez se pondrían a buscar ellos también; y podría llegar a sus manos la piedra y nosotros habríamos perdido el santo por la limosna. A mí me parece, si os parece a vosotros, que éste es asunto de hacer por la mañana, que se distinguen mejor las negras de las blancas, y en día festivo, así no habrá allí nadie que nos vea. -

Bufalmacho alabó la opinión de Bruno, y Calandrio concordó con ellos, y decidieron que el domingo siguiente por la mañana irían los tres juntos a buscar aquella piedra. Sobre todas las cosas les rogó Calandrio que con nadie en el mundo hablasen de aquello, porque a él se lo habían dicho en secreto.

Y hablando de esto, les contó lo que había oído de la comarca de la Terra Alta, afirmando con juramentos que era así.

Cuando Calandrio se separó de ellos, lo que iban a hacer sobre este asunto lo arreglaron entre ellos.

Calandrio esperó sin tartir (con ansiedad) el domingo por la mañana. Se levantó antes de cantar el gallo de Les Voltes, y llamando a sus compañeros, saliendo por el portal de San Roque hacia arriba, pasando Las Eras, La Nevera, dejando los freginals a la izquierda, trepando unas rocas, ya en los Comellassos, comenzaron a andar por un barranquillo hacia abajo, en dirección a La Cometa, buscando piedras por un pedregal.

Calandrio iba delante, más afanoso, y saltando rápidamente ora aquí ora allí, donde alguna piedra negra veía se arrojaba y cogiéndola se la metía en el seno. Sus compañeros andaban detrás, y de vez en cuando una u otra recogían. Calandrio no había andado mucho trozo y ya tenía el regazo lleno; por lo que, alzándose las faldas del sayo y haciendo con ellas un amplio refajo, habiéndolo sujetado bien con el cinturón por todas partes, no mucho después lo llenó y después de un rato, haciendo con la capa otro compartimento, lo llenó a caramullo de piedrecitas negras.

Viendo Bufalmacho y Bruno que Calandrio estaba cargado como el borrico de San Vicente y la hora de comer se avecinaba, según lo establecido entre ellos, le dijo Bruno a Bufalmacho:

- ¿Dónde está Calandrio? -


Bufalmacho, que lo veía allí junto a ellos, volviéndose en torno, y mirando acá y allá, contestó:

- No lo sé, pero hasta hace un momento estaba aquí delante de nosotros.-

Dijo Bruno:

- ¡Cómo que hace poco! Me parece estar seguro de que ahora está en casa comiendo y nos ha dejado a nosotros en el frenesí de andar buscando las piedras negras por estos Comellassos abajo. -

- ¡Ah!, qué bien ha hecho -dijo entonces Bufalmacho-, burlándose de nosotros y dejándonos aquí, ya que hemos sido tan tontos como para creerle. ¿Crees que habría alguien tan apamplado como nosotros que hubiera creído que en los Comellassos iba a encontrarse una piedra tan milagrosa?

Calandrio, al oír estas palabras, imaginó que aquella piedra había llegado a sus manos y que, por la virtud de ella misma, aunque estuviese él presente no lo veían.

Muy contento de tal suerte, sin decirles nada, pensó en volver a su casa, y con cuidado de no tropezar, fue bajando en dirección a la selva de La Cometa.

Viendo esto, Bufalmacho le dijo a Bruno:


- ¿Qué hacemos nosotros? ¿Por qué no nos vamos? -

A lo que Bruno respondió:


- Vámonos; pero juro a Dios que Calandrio no me hará ni una más; y si estuviese junto a él como lo he estado toda la mañana, le daría así con este guijarro en el talón que se acordaría un mes de esta broma.-


Y diciendo estas palabras y estirando el brazo, le acertó a Calandrio con el guijarro en el calcañar. Calandrio, sintiendo el tremendo dolor, levantó el pie y comenzó a resoplar, pero callando fue avanzando.

Bufalmacho, cogiendo uno de los
códuls que había recogido, le dijo a Bruno:

- ¡Mira este
barrócul: así le diese ahora mismo en los riñones a Calandrio! Y, soltándolo con toda su fuerza, le dio con él un gran golpe en la riñonada; y en resumen, de esta manera, ahora con una palabra y ahora con otra, por los Comellassos abajo, pasando La Cometa, la Prensa y entrando por el portal del Pilar, lo fueron lapidando.

Junto a la casa de Tachín, arrojando al suelo las piedras que habían recogido, se detuvieron un rato con unos guardias, que como estaban informados del plan, fingiendo no verlo, dejaron pasar a Calandrio con la mayor risa del mundo contenida. Este, sin pararse, llegó a su casa, que estaba en el Castellá; y tan favorable le fue la fortuna a la burla que mientras Calandrio por el barranco de La Cometa andaba y luego por la villa, nadie le dirigió la palabra, ya que encontró a muy pocos porque todos estaban comiendo.

Entró Calandrio cargado como un mulo de arriero en su casa. Estaba su mujer (que se llamaba Teresa), hermosa y valerosa, en lo alto de la escalera, y bastante enojada por su larga demora, viéndolo venir comenzó a gritarle con reproches:


- ¡Ya te trae el diablo, rufián! Todo el mundo ha comido ya cuando tú vienes a comer. -

Oyendo esto Calandrio, y viendo que lo veía, lleno de amargura y de dolor comenzó a gritar:

-¡Ay!, mala mujer, tú me has arruinado, pero por Dios que me las pagarás.-

Subió a una salita y descargó allí todas las piedras que había recogido, corrió furibundo hacia su mujer y, cogiéndola por las trenzas, la tiró al suelo, y allí, cuanto pudo mover los brazos y las piernas, tantos puñetazos y patadas le dio por todo el cuerpo, que no le dejó en la cabeza cabello o hueso encima que machacado no estuviese, sin valerle a ella para nada pedir merced con los brazos en cruz.

Bufalmacho y Bruno, después de reírse un rato con los guardianes del portal, con paso lento comenzaron de lejos a seguir a Calandrio; llegando junto a su puerta, escucharon la feroz paliza que a su mujer le daba, y fingiendo que llegaban entonces, le llamaron.

Calandrio, todo sudado, rojo y cansado, se asomó a la ventana y les rogó que subiesen donde estaba él. Ellos, mostrándose un tanto enfadados, subieron arriba y vieron la sala llena de piedras, y en uno de los rincones a la mujer despeinada, blanca como un papel y la cara llena de golpes, que lloraba desconsoladamente. Calandrio, aflojado y jadeante, extremadamente cansado, estaba sentado.

Después de haber mirado un rato dijeron:

- ¿Qué es esto, Calandrio? ¿Quieres hacer un muro, que te vemos con tantas piedras? Y además de esto, añadieron:

- ¿Y Teresa qué tiene? Parece que le has pegado; ¿pero qué es esto? -

Calandrio, agotado por el peso de las piedras y por la rabia con que le había pegado a su mujer, y con el dolor de la fortuna que le parecía haber perdido, no podía reunir aliento para pronunciar enteras las palabras de su respuesta; por lo que, dándole tiempo, Bufalmacho recomenzó:

- Calandrio, si estabas airado por algo, no debías por ello mofarte de nosotros; que, después de inducirnos a buscar contigo la piedra preciosa, sin decírselo a Dios ni al demonio de Queretes nos has dejado como a dos cabrones en los Comellassos y has venido a casa, lo que tenemos por muy gran maldad; pero por cierto que ésta va a ser la última que nos harás.


A estas palabras, Calandrio, esforzándose, contestó:


- Compañeros, no os enfurezcáis: las cosas han sido de muy distinto modo del que creéis. Yo, desventurado, había encontrado aquella piedra; ¿y queréis saber si digo la verdad? Cuando os preguntasteis la primera vez por mí el uno al otro, yo estaba a menos de diez brazos de vosotros, y viendo que os acercabais y no me veíais, fui tirando por delante de vosotros, y siguiendo un poco por delante así he llegado a casa. -

Y empezando por un extremo, hasta el final les contó lo que habían hecho y dicho ellos, y les mostró la espalda y los calcañares, cómo los habían dejado los guijarros, y luego siguió:

- Y os digo que, entrando por el portal del Pilar con todas estas piedras encima, nada me dijeron (aunque sabéis lo desagradables y molestos que suelen ser) los guardas que lo quieren mirar todo, y además de esto, he encontrado por la calle a muchos de mis compadres y amigos, que siempre suelen dirigirme algún saludo e invitarme a beber de su bota, y no hubo ni uno que me dijese media palabra, como que no me veían.

Al final, llegando aquí a casa, este diablo, esta maldita mujer se me puso delante y me vio, porque, como sabéis, las mujeres hacen perder la virtud a todas las cosas; así que yo, que podía decirme el hombre más venturoso de Beceite, me he quedado el más desventurado: y por ello le he pegado tanto cuanto he podido mover las manos y no sé qué me ha detenido de cortarle las venas, ¡maldita sea la hora en que primero la vi y cuando vino a esta casa!


Y encendiéndose de nuevo en ira, quería levantarse para volver a pegarle otra paliza. Bufalmacho y Bruno, oyendo estas cosas, ponían cara de extrañarse mucho y con frecuencia confirmaban lo que Calandrio decía, y sentían tan grandes ganas de reír que casi estallaban; pero viéndole furioso levantarse para sacudir otra vez a su mujer, saliendo a su encuentro lo retuvieron diciéndole que de estas cosas ninguna culpa tenía su mujer, sino él que sabiendo que las mujeres hacían perder la virtud a las cosas no le había dicho que no se pusiera delante aquel día; de esta precaución Dios le había privado o bien porque la suerte no debía ser suya o porque tenía en el ánimo engañar a sus compañeros, a quienes, cuando se dio cuenta de haberla encontrado debía descubrirla. Y después de muchas palabras, no sin gran trabajo reconciliando con él a la mujer apaleada, y dejándolo melancólico en la casa llena de piedras, se fueron.

lo heliotropo de Beseit


Versión de una novela del Decamerón , de Giovanni Boccaccio.