En
la villa de Beceite, que siempre ha sido abundante en gentes
extraordinarias, hubo, no hace todavía mucho tiempo, un pintor
llamado Calandrio, hombre simplón y de extrañas costumbres, como
bañarse en el Matarraña en pleno mes de noviembre, que la mayor
parte del tiempo trataba con otros dos pintores, llamados Bruno y
Bufalmacho, hombres muy bromistas pero por otra parte avispados y
sagaces, que se ajuntaban con Calandrio porque de sus maneras y de su
simpleza con frecuencia sacaban algunas risas, llamadas carcañades
en Beit Zeyd.
Había también en Valderrobres entonces un
joven de maravillosa gracia y afortunado en todas las cosas que se
proponía, hábil, llamado Tomás del Picapedré, que oyendo algunas
cosas sobre la simpleza de Calandrio, se propuso divertirse
haciéndole alguna burla o haciéndole creer alguna cosa
extraordinaria. Encontrándolo por casualidad un día en la iglesia
de San Bartolomé y viéndolo atento mirando las pinturas y los
bajorrelieves del tabernáculo o altar mayor de la iglesia, puesto
allí unos meses antes, pensó que había encontrado el lugar y el
tiempo acorde a su intención.
Informando
a un compañero suyo de lo que quería hacer, se acercaron juntos a
donde Calandrio estaba sentado solo, y haciendo ver que no lo veían,
comenzaron a razonar sobre las virtudes de diversas piedras, de las
que Tomás hablaba con tanta autoridad como si hubiera sido un famoso
y gran marmolista, escultor o picapedrero. A esta conversación pegó
el oído Calandrio y después de un rato, poniéndose en pie, viendo
que no era ningún secreto, se acercó a ellos, justo lo que
pretendía Tomás; siguiendo con su verborrea, fue preguntado por
Calandrio “dónde se encuentran estas piedras tan llenas de
virtud”.
Tomás contestó que la mayoría se encontraban en Bot, en
tierra de catalanes, en una comarca que se llamaba Tierra Alta en la
que las vides de ojo
de
liebre
se atan con longanizas y se obtiene una oca por un real y un pato de
regalo, y hay allí una montaña llenita de arroz caldoso de galeras
en lo alto en la que hay gentes que no hacen nada más que asar
calçots, preparar salsa romesco y cocer escudella de caldo de
capones, y luego lo aventan desde allí abajo, y quien más recoge
más come; y allí al lado corre un arroyuelo de vino de garnacha
negra como lágrimas de otoño del mejor que puede beberse, sin una
gota de agua mezclada.
-¡Oh!
-dijo Calandrio-, ése es un buen país; pero dime, ¿qué hacen de
los capones que cuecen?
Contestó Tomás:
- Todos se los comen
los catalanes. Va gente desde Prat de Compte, Batea, Gandesa, Pinell
de Brai, La Fatarella, Caseres, Corbera d'Ebre, Horta de Sant Joan,
Arnes, e incluso desde Paüls, cuyos habitantes abren antes la boca
que los ojos.
Dijo
entonces Calandrio:
- ¿Has
ido allí alguna vez?
-
¿Dices que si he estado? ¡Sí, igual he estado una vez como mil!
- ¿Y cuántos kilómetros cuadrados
tiene?
-
Tiene más de un millón palmo arriba palmo abajo.
-
Pues debe ser más allá de los Puertos.
-
Exacto, -dijo Tomás-, cerca de la Fontcalda, fuente caliente, junto
a la sierra de Pándols y de Caballos.
El
tontico de Calandrio, viendo a Tomás decir estas palabras con una
cara seria y sin reírse, les daba la fe que puede darse a la verdad
más manifiesta, y por ciertas las tenía; y dijo:
- Demasiado
lejos está de mis asuntos; pero si más cerca estuviese, sí te digo
que iría una vez allí contigo para ver bajar esos calçots y comer
escudella de capones hasta empacharme.
Pero dime; ¿en esta
comarca del Matarraña no se encuentra ninguna de esas piedras
maravillosas?
A
lo que Tomás contestó:
-
Si, se encuentran dos clases de piedras de grandísima virtud. Una
son los pedruscos de Monserrate de Fórnoles, de los que se hacen
muelas para moler la harina o las olivas empeltre, y por ello se dice
en los países de más allá que de Dios vienen las gracias y de
Fórnoles las piedras de molino; pero hay tan gran cantidad de estas
piedras de amolar, que entre nosotros son poco apreciadas, como las
esmeraldas entre los de Puigventós de la Figuereta, de las que hay
allí una montaña casi tan alta como Montecaro, que relucen a
medianoche como la aurora boreal. Quien puliera las muelas de molino
y las hiciera engastar en anillos antes de que se las agujerease, y
se las llevase al Molt Honorable, tendría lo que quisiera.
La
otra es una piedra que nosotros los marmolistas llamamos heliotropo,
piedra de mucha mayor virtud, porque quien la lleva encima no puede
ser visto por otra persona esté donde esté.
Entonces
Calandrio dijo:
-
Grandes virtudes son éstas; ¿pero esa segunda dónde se encuentra?
Tomás contestó que en los Comellassos se podía encontrar.
Dijo Calandrio:
- ¿De qué tamaño es esa piedra y
qué color tiene?
Contestó
Tomás:
-
Es de varios tamaños, alguna es mayor, otra menor, pero todas son de
color oscuro, casi negro.
Calandrio, habiendo advertido todas
estas cosas, fingiendo tener otra cosa que hacer, se separó de Tomás
y su colega, y se propuso buscar esta piedra; pero decidió no
hacerlo sin que lo supiesen Bruno y Bufalmacho, a quienes quería
mucho.
Se fue, pues, en su busca, para que sin dilación y
antes que nadie más fueran a buscarlas, y todo el resto de aquella
mañana lo pasó buscándolos. Al final, pasadas las tres de la
tarde, acordándose de que trabajaban en una fábrica cerca de la
tosquera, aunque el calor agrietaba las rocas, dejando cualquier otra
ocupación, casi corriendo se fue donde ellos, y llamándoles les
dijo:
-
Compañeros, si queréis creerme podemos convertirnos en los hombres
más ricos del Matarraña, porque le he oído a un hombre digno de fe
que en los Comellassos hay una piedra que quien la lleva encima no es
visto por nadie; por lo que me parece que sin tardar, antes que otra
persona pueda ir, vayamos a buscarla.
Seguro que la
encontraremos, porque sé cómo es; y cuando la hayamos encontrado,
¿qué tendremos que hacer mas que meterla en el morral e ir a las
mesas de los cambistas en Valdarrores, que sabéis que están siempre
cargadas de monedas de plata y bronce, y coger cuantas queramos?
Nadie nos verá: y así podremos enriquecernos rápidamente sin tener
que embadurnar los muros todo el santo día, como hacen los caracoles
por ahí abajo sobre el azud.
Bruno
y Bufalmacho, al oírle, empezaron a reírse por dentro; y mirándose
el uno al otro pusieron cara de maravillarse mucho y alabaron la idea
de Calandrio; pero preguntó Bufalmacho qué nombre tenía esta
piedra. A Calandrio, que era de mollera dura, ya se le había ido el
nombre de la cabeza; por lo que respondió:
-
¿Qué nos importa el nombre, puesto que sabemos la virtud? Yo diría
que fuésemos a buscarla sin más tardanza.
-
Pero bien -dijo Bruno-, ¿cómo es?
Calandrio
dijo:
-
Las hay de distintas formas, pero todas son casi negras como el
azabache; por lo que me parece que debemos coger todas aquellas que
veamos oscuras, hasta que lleguemos a ella; así que no perdamos
tiempo, vamos.
Bruno dijo: - Para el carro. -
Y
vuelto a Bufalmacho dijo:
-
A mí me parece que Calandrio dice bien; pero no me parece que sea
hora de ir porque el sol está alto y da de pleno en los Comellassos
y habrá secado todas las piedras; por lo que algunas de ellas
parecen ahora blancas, y en cambio, por la mañana, antes de que el
sol las haya secado, parecen negras; y además, mucha gente hay hoy,
porque es día laborable, en las fincas que van a Les Escales, que,
al vernos, podrían adivinar lo que estamos haciendo y tal vez se
pondrían a buscar ellos también; y podría llegar a sus manos la
piedra y nosotros habríamos perdido el santo por la limosna. A mí
me parece, si os parece a vosotros, que éste es asunto de hacer por
la mañana, que se distinguen mejor las negras de las blancas, y en
día festivo, así no habrá allí nadie que nos vea. -
Bufalmacho
alabó la opinión de Bruno, y Calandrio concordó con ellos, y
decidieron que el domingo siguiente por la mañana irían los tres
juntos a buscar aquella piedra. Sobre todas las cosas les rogó
Calandrio que con nadie en el mundo hablasen de aquello, porque a él
se lo habían dicho en secreto.
Y hablando de esto, les contó
lo que había oído de la comarca de la Terra Alta, afirmando con
juramentos que era así.
Cuando Calandrio se separó de
ellos, lo que iban a hacer sobre este asunto lo arreglaron entre
ellos.
Calandrio esperó sin tartir (con ansiedad) el domingo
por la mañana. Se levantó antes de cantar el gallo de Les Voltes, y
llamando a sus compañeros, saliendo por el portal de San Roque hacia
arriba, pasando Las Eras, La Nevera, dejando los freginals a la
izquierda, trepando unas rocas, ya en los Comellassos, comenzaron a
andar por un barranquillo hacia abajo, en dirección a La Cometa,
buscando piedras por un pedregal.
Calandrio iba delante, más
afanoso, y saltando rápidamente ora aquí ora allí, donde alguna
piedra negra veía se arrojaba y cogiéndola se la metía en el seno.
Sus compañeros andaban detrás, y de vez en cuando una u otra
recogían. Calandrio no había andado mucho trozo y ya tenía el
regazo lleno; por lo que, alzándose las faldas del sayo y haciendo
con ellas un amplio refajo, habiéndolo sujetado bien con el cinturón
por todas partes, no mucho después lo llenó y después de un rato,
haciendo con la capa otro compartimento, lo llenó a caramullo de
piedrecitas negras.
Viendo Bufalmacho y Bruno que Calandrio
estaba cargado como el borrico de San Vicente y la hora de comer se
avecinaba, según lo establecido entre ellos, le dijo Bruno a
Bufalmacho:
- ¿Dónde está Calandrio? -
Bufalmacho,
que lo veía allí junto a ellos, volviéndose en torno, y mirando
acá y allá, contestó:
- No lo sé, pero hasta hace un
momento estaba aquí delante de nosotros.-
Dijo Bruno:
-
¡Cómo que hace poco! Me parece estar seguro de que ahora está en
casa comiendo y nos ha dejado a nosotros en el frenesí de andar
buscando las piedras negras por estos Comellassos abajo. -
-
¡Ah!, qué bien ha hecho -dijo entonces Bufalmacho-, burlándose de
nosotros y dejándonos aquí, ya que hemos sido tan tontos como para
creerle. ¿Crees que habría alguien tan apamplado como nosotros que
hubiera creído que en los Comellassos iba a encontrarse una piedra
tan milagrosa?
Calandrio, al oír estas palabras, imaginó
que aquella piedra había llegado a sus manos y que, por la virtud de
ella misma, aunque estuviese él presente no lo veían.
Muy
contento de tal suerte, sin decirles nada, pensó en volver a su
casa, y con cuidado de no tropezar, fue bajando en dirección a la
selva de La Cometa.
Viendo esto, Bufalmacho le dijo a Bruno:
-
¿Qué hacemos nosotros? ¿Por qué no nos vamos? -
A
lo que Bruno respondió:
-
Vámonos; pero juro a Dios que Calandrio no me hará ni una más; y
si estuviese junto a él como lo he estado toda la mañana, le daría
así con este guijarro en el talón que se acordaría un mes de esta
broma.-
Y
diciendo estas palabras y estirando el brazo, le acertó a Calandrio
con el guijarro en el calcañar. Calandrio, sintiendo el tremendo
dolor, levantó el pie y comenzó a resoplar, pero callando fue
avanzando.
Bufalmacho, cogiendo uno de los coduls
que había recogido, le dijo a Bruno:
- ¡Mira este barrócul:
así le diese ahora mismo en los riñones a Calandrio! Y, soltándolo
con toda su fuerza, le dio con él un gran golpe en la riñonada; y
en resumen, de esta manera, ahora con una palabra y ahora con otra,
por los Comellassos abajo, pasando La Cometa, la Prensa y entrando
por el portal del Pilar, lo fueron lapidando.
Junto a la casa
de Tachín, arrojando al suelo las piedras que habían recogido, se
detuvieron un rato con unos guardias, que como estaban informados del
plan, fingiendo no verlo, dejaron pasar a Calandrio con la mayor risa
del mundo contenida. Este, sin pararse, llegó a su casa, que estaba
en el Castellá; y tan favorable le fue la fortuna a la burla que
mientras Calandrio por el barranco de La Cometa andaba y luego por la
villa, nadie le dirigió la palabra, ya que encontró a muy pocos
porque todos estaban comiendo.
Entró Calandrio cargado como
un mulo de arriero en su casa. Estaba su mujer (que se llamaba
Teresa), hermosa y valerosa, en lo alto de la escalera, y bastante
enojada por su larga demora, viéndolo venir comenzó a gritarle con
reproches:
-
¡Ya te trae el diablo, rufián! Todo el mundo ha comido ya cuando tú
vienes a comer. -
Oyendo esto Calandrio, y viendo que lo veía,
lleno de amargura y de dolor comenzó a gritar:
-¡Ay!, mala
mujer, tú me has arruinado, pero por Dios que me las
pagarás.-
Subió a una salita y descargó allí todas las
piedras que había recogido, corrió furibundo hacia su mujer y,
cogiéndola por las trenzas, la tiró al suelo, y allí, cuanto pudo
mover los brazos y las piernas, tantos puñetazos y patadas le dio
por todo el cuerpo, que no le dejó en la cabeza cabello o hueso
encima que machacado no estuviese, sin valerle a ella para nada pedir
merced con los brazos en cruz.
Bufalmacho y Bruno, después
de reírse un rato con los guardianes del portal, con paso lento
comenzaron de lejos a seguir a Calandrio; llegando junto a su puerta,
escucharon la feroz paliza que a su mujer le daba, y fingiendo que
llegaban entonces, le llamaron.
Calandrio, todo sudado, rojo
y cansado, se asomó a la ventana y les rogó que subiesen donde
estaba él. Ellos, mostrándose un tanto enfadados, subieron arriba y
vieron la sala llena de piedras, y en uno de los rincones a la mujer
despeinada, blanca como un papel y la cara llena de golpes, que
lloraba desconsoladamente. Calandrio, aflojado y jadeante,
extremadamente cansado, estaba sentado.
Después de haber
mirado un rato dijeron:
- ¿Qué es esto, Calandrio? ¿Quieres
hacer un muro, que te vemos con tantas piedras? Y además de esto,
añadieron:
-
¿Y Teresa qué tiene? Parece que le has pegado; ¿pero qué es esto?
-
Calandrio, agotado por el peso de las piedras y por la rabia
con que le había pegado a su mujer, y con el dolor de la fortuna que
le parecía haber perdido, no podía reunir aliento para pronunciar
enteras las palabras de su respuesta; por lo que, dándole tiempo,
Bufalmacho recomenzó:
- Calandrio, si estabas airado por
algo, no debías por ello mofarte de nosotros; que, después de
inducirnos a buscar contigo la piedra preciosa, sin decírselo a Dios
ni al demonio de Queretes nos has dejado como a dos cabrones en los
Comellassos y has venido a casa, lo que tenemos por muy gran maldad;
pero por cierto que ésta va a ser la última que nos harás.
A
estas palabras, Calandrio, esforzándose, contestó:
-
Compañeros, no os enfurezcáis: las cosas han sido de muy distinto
modo del que creéis. Yo, desventurado, había encontrado aquella
piedra; ¿y queréis saber si digo la verdad? Cuando os preguntasteis
la primera vez por mí el uno al otro, yo estaba a menos de diez
brazos de vosotros, y viendo que os acercabais y no me veíais, fui
tirando por delante de vosotros, y siguiendo un poco por delante así
he llegado a casa. -
Y
empezando por un extremo, hasta el final les contó lo que habían
hecho y dicho ellos, y les mostró la espalda y los calcañares, cómo
los habían dejado los guijarros, y luego siguió:
- Y os
digo que, entrando por el portal del Pilar con todas estas piedras
encima, nada me dijeron (aunque sabéis lo desagradables y molestos
que suelen ser) los guardas que lo quieren mirar todo, y además de
esto, he encontrado por la calle a muchos de mis compadres y amigos,
que siempre suelen dirigirme algún saludo e invitarme a beber de su
bota, y no hubo ni uno que me dijese media palabra, como que no me
veían.
Al final, llegando aquí a casa, este diablo, esta
maldita mujer se me puso delante y me vio, porque, como sabéis, las
mujeres hacen perder la virtud a todas las cosas; así que yo, que
podía decirme el hombre más venturoso de Beceite, me he quedado el
más desventurado: y por ello le he pegado tanto cuanto he podido
mover las manos y no sé qué me ha detenido de cortarle las venas,
¡maldita sea la hora en que primero la vi y cuando vino a esta
casa!
Y
encendiéndose de nuevo en ira, quería levantarse para volver a
pegarle otra paliza. Bufalmacho y Bruno, oyendo estas cosas, ponían
cara de extrañarse mucho y con frecuencia confirmaban lo que
Calandrio decía, y sentían tan grandes ganas de reír que casi
estallaban; pero viéndole furioso levantarse para sacudir otra vez a
su mujer, saliendo a su encuentro lo retuvieron diciéndole que de
estas cosas ninguna culpa tenía su mujer, sino él que sabiendo que
las mujeres hacían perder la virtud a las cosas no le había dicho
que no se pusiera delante aquel día; de esta precaución Dios le
había privado o bien porque la suerte no debía ser suya o porque
tenía en el ánimo engañar a sus compañeros, a quienes, cuando se
dio cuenta de haberla encontrado debía descubrirla. Y después de
muchas palabras, no sin gran trabajo reconciliando con él a la mujer
apaleada, y dejándolo melancólico en la casa llena de piedras, se
fueron.